Caminábamos como extraños, como
desconocidos en los vagones de tren que nunca se dirigieron palabra. Al lado
uno del otro sin saber que decir y temiendo que lo peor estaba por llegar.
Los minutos se hacían duros, era
incapaz de decirle a la persona que más amaba y en la que más confiaba palabra
alguna.
Doblamos la esquina, acariciamos
la brisa que parecía querer darnos alguna oportunidad, el tiempo se acaba
cuando sabes que todo llega. Esa conversación se merecía más que el bullicio de
la calle y la vida nos dio la oportunidad de decirnos adiós a solas y en
silencio. La puerta cedió y nos acurrucamos en un rincón de aquel patio. La
conversación empieza, después de casi cuatro años, el adiós se acerca.
No puedo evitar llorar, le quiero
tanto que duele y dicen que cuando duele es que ya no es bueno. Me dolía el
corazón de tanto destrozarle, un dolor físico de esos de que te dan una gran
punzada dentro y la sientes de verdad.
Es increíble lo maravillosos que
somos, intenta darme argumentos para decirme adiós sin hacerme daño cuando la
verdadera razón es que se nos apagó el amor, cuando la razón es que podríamos
querernos tanto y tanto tiempo que jamás viviríamos sin el otro. Que el amor se
entrelazó con la amistad y llegaron a no querer separarse cuando era necesario
para dejar de intoxicarse.
Nunca le vi llorar con más dolor
que aquel septiembre, dicen que los cambios llegan por esas fechas, que ni
treinta y unos de diciembre ni los cumpleaños van a cambiarnos. Son los septiembres,
después de ese verano que tanto daño hace porque tanto nos hace pensar, nos
redefine y brinda nuevas oportunidades. Para los jóvenes; el nuevo curso, para
los adultos; la vuelta al trabajo y para los mayores; una nueva etapa en su
plenitud.
Nunca le vi tan dolido como
aquella noche, la noche también es mágica y nosotros la hicimos eterna. Por increíble
que parezca sonaba una canción desde alguna ventana o un bar que aún rescataba
la última oleada de calor del verano, sonaba una canción que me atrevo a decir
hablaba del desamor, aunque para mi tristeza nunca sabré cual era. Y nosotros
nos despedíamos para siempre mientras te repetía que jamás volveríamos porque
yo las segundas oportunidades no las llevo bien. Hablamos tanto, dijimos tanto
y nos amamos tanto esa noche, que no hizo falta consumar nuestro amor para
darnos cuenta de que la magia crecía en nosotros.
Se portó bien, fue decente, no
sueles encontrar chicos tan atentos, amables y apasionados como él, no
encuentras tan fácilmente a alguien que te ame tan profundamente que realmente
llore por abandonarte a tu suerte y decirte, entre lágrimas y metáforas, que se
apagó su amor. No encuentras de una forma tan sencilla como a mí me brindaron, a
una persona que después de dejarte; siga besándote con la misma ternura que
aquel quince de abril solo porque tú se lo pidas.
‘Hacemos un buen equipo’ le
repetía, y es cierto. Somos lo que nadie nunca será, somos la historia de amor
más bonita que se haya visto y los amantes más sinceros de esa luna de
septiembre. Y aunque muchos no lo crean, esa noche la magia nos encontró,
hicimos un instante de película en el momento en el que abrazados, aún con
lágrimas en los ojos, nos quisimos tanto para decir adiós mientras los acordes
de una canción cualquiera nos despedían.
Todos me dicen que quizás vea
demasiadas películas y por eso termine pensando que ocurren en la vida real. He
de deciros que yo lo he vivido, he vivido cosas que pensaríais son ciencia
ficción, he sentido tan intensamente como intentan expresarnos los actores de
Hollywood cuando se besan apasionadamente y he querido tanto y con tanta fuerza
que juro se me rompió el corazón. Tarde en olvidarle ocho meses, casi lo que se
tarda en formar un corazón nuevo para que empiece a funcionar completamente
fuera de la protección de una madre y debo decir, que me encanta saber que
puedo continuar con mi vida sin él y que aquel adiós jamás será un error. Que
las casualidades y la magia existen por mucho que no lo creáis.